SILVIA

SILVIA

Venía a Misa cinco veces por año. Especialmente en Navidad, desempeñaba un papel singular. Silvia tenía un poder de convocatoria popular. Era yo un simple «teniente cura» de la parroquia de Todos los Santos, en la cercanía del cementerio de la Chacarita, y se me había encargado preparar las «veladas de Navidad», como las llamaba el párroco detallista que me había tocado como pastor de la comunidad.
Las veladas eran reuniones familiares y religiosas en alguna casa del barrio, casi siempre en la azotea, o bien en la misma calla, si el tránsito escaso lo permitía. Se realizaban varias en las zonas en que se había dividido el circuito parroquial. Había una persona responsable para cada velada, encargada de invitar a la gente, organizar la fiesta para que se hiciera un Pesebre y hubiera música y rica comida, que entre todos se compartía.
Me resultaba increíble que la velada en la «cortada» de la calle Fitz Roy fuese tan concurrida. Decenas de personas iban llegando entre el 26 o el 29 de diciembre, días señalados para esos festejos populares del nacimiento de Jesús.
Al comenzar la noche se iniciaba la velada. Silvia se ocupaba de recibir a cada uno con una sonrisa, por su nombre. Era una mujer grande y muy gordita, con un rostro blanco benévolo y unos ojos vivaces. se movía con soltura y volaban los pliegues de su amplio vestido rojo. Se entretenía con cada uno: había delegado los detalles a varones, mujeres, jóvenes y chicos del vecindario, comenzando por su familia.
Yo me preguntaba: ¿’cómo podía tener tanto éxito en su llamada esta mujer a quien se veía tan poco por la Iglesia? ¿Cómo podía ella, que ignoraba lo que sucedía en la sede parroquial, lograr que vinieran tantas familias a la velada navideña? En mi imaginación de recién ordenado, pensaba que una católica más «practicante» debería ser la responsable del área y la organizadora del evento.
Sentía que ella era la figura, el personaje, el centro de atención de cada corazón. Me susurraba al oído cuando debía comenzar y me daba indicaciones de como tenía que actuar, y lo hacía no como una mujer sargento, sino como una madre sabedora del orden de su hogar.
De pronto, su persona tomaba un tinte diferente: era la hospedera que daba su cariño a quien llegaba. Si en ese año en que se iniciaba el Concilio Vaticano II, hubiera existido ya el ministerio de la hospitalidad, Silvia habría sido la primera candidata a detentarlo.
Poco a poco mi interrogante se fue respondiendo, no en las veladas, sino a lo largo de los años que permanecí en «la cueva negra».
Conseguía los niños del catecismo de su zona y con mucha anterioridad los presentaba a las catequistas. Nos informaba de los enfermos con rapidez. Sabía a quien había que ver de inmediato y a quien se podía postergar la visita; con discreción nos advertía sobre las familias que pasaban una crisis moral o financiera. Iba casa por casa al requerimiento de sus vecinos.
Así descubrí que Silvia era la única poseedora de una heladera eléctrica en su cuadra. En ella guardaba sus alimentos y los de sus vecinas que necesitaban preservar la carne, la leche, o ciertas medicinas. Su verde puerta de calle, mitad chapa, y mitad rejas, permanecía continuamente abierta. Supe también que apenas se enteraba de algún enfermo se ofrecía para cuidarlo de noche haciendo descansar a sus parientes.
¡Cuántas noches en los hospitales y sanatorios habrá pasado la gran mujer! El secreto del poder de Silvia era el amor, nada más que el amor desparramado a manos llenas.

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