ORGANISTA POR COINCIDENCIA
Dice un antiguo proverbio que «la coincidencia es la forma respetuosa con la que Dios actúa». Había estudiado yo piano cuando era un niño. Papá había comprado un estupendo piano alemán con maderas de raíces rojas.
Durante mis estudios secundarios seguí tocando, pero sin tener profesor. Al entrar al seminario, en abril de 1953, un domingo a la mañana me detiene el prefecto jesuita, P. Ricci. Me miró por entre los anteojos y las cejas, y me preguntó: «¿Sabes tocar el piano?» Expliqué: -«Toco un poco, pero hace tiempo que no estudio». El dijo secamente: -«Aquí está la llave del órgano. Prepárate bien».
Así por una divina coincidencia me encontré siendo organista del seminario menor, ejecutando el órgano Walker que mamá hizo arreglar a nuevo en 1979 bajo la experta mano de Carlos Hense, cuando yo fui párroco de la Inmaculada Concepción de Devoto. El instrumento había dejado la capilla del seminario menos y se encontraba medio destruido sobre el piso del «coro» en la iglesia del seminario mayor.
Cuando el P. Jesús Segade fundó el «Instituto de Música Sacra» en 1955, pidió al seminario que mandase alumnos para preparar futuros músicos de Iglesia. Los jesuitas no eran simpatizantes de la liturgia ni de la música. Por consiguiente, Paddy, Angelo y yo pedimos asistir los sábados a la tarde a las clases del incipiente Instituto.
En el Instituto tuve dos profesores inolvidables: el mismo Segade que nos enseñaba con encantadora estrategia canto gregoriano y órgano, y el maestro Roberto Camaño, que nos daba armonía y composición musical, en unas clases fantásticas y arrolladoras.
Conocí también allí a Adriana Fontana. Otra de las coincidencias divinas que, seis años después, a los citados y a mí nos permitió preparar el cancionero «Gloria al Señor II».
Héctor Oglietti era el organista oficial del seminario mayor, pero su capacidad musical no se adaptaba a acompañar el canto gregoriano y los cánticos comunes, De modo que también me toco ser el organista ordinario en el «mayor», bajo la mirada exigente del P. Manolo Fernández, a quien se le pedía hacernos cantar en el nuevo espíritu que invadía la Iglesia a fines de la década del 50.
¿Qué arcano designio me hizo llenar los corazones con sonidos musicales, y promover las nuevas letras que hacían pasar una teología remozada?
La tarea que me tocó durante tantos años fue difícil. En las misteriosas vías del Señor, eso me preparó para el futuro que yo ni siquiera soñaba.
El canto y la música, con su poder sanante, me permitieron ayudar al pueblo cristiano a alabar con la voz y el corazón al único Salvador. Por que la música prende en los corazones; y ablanda a los duros. De pronto, al entonar un cántico religioso empiezan a moverse las fibras dormidas del corazón y resuena el interior de cada uno una música divina que perdura en el oído aún después de haber concluido la ejecución humana.
La música es la escuela de los simples, y la religiosa es la más sencilla de las músicas. Me imagino a Jesús cantando con su voz límpida y sonora, los salmos de David. Contemplo a María pronunciando las palabras del Magníficat con una cantinela hebrea y moviendo cuerpo bendito y sus manos. Veo a mis fieles cantando su amor a Jesucristo vivo, especialmente en la Vigilia Pascual y también a mí se me pone la carne de gallina.