CONFIRMACIÓN EN PUERTA DE DíAZ
Mi infatigable amigo Carlos H. Ponce de León había sido nombrado obispo auxiliar de Salta. Me rogó que fuera a acompañar a un grupo de jóvenes salteños que iría de misión en una zona sin párroco de aquella provincia norteña. Ahora me veo tan ignorante como aquellos chicos y chicas, sobre el modo de anunciar el Evangelio entre los pobres. En aquella época, lleno de entusiasmo juvenil, hice mi primer viaje en avión: tres horas de mareo, subidas y bajadas. ¡Qué distante queda aquel invierno del 1962!
El grupo estaba formado por estudiantes de la capital salteña. El flamante obispo nos llevó a una escuelita de adobe de la zona: allí pusimos nuestras bolsas en el suelo de tierra rojiza y nos dispusimos a la aventura de salir a visitar a los paisanos, rancho por rancho. Invitábamos a los niños para enseñarles el catecismo de la primera comunión y la confirmación. A los grandes los convocábamos para las últimas horas de la tarde hasta el anochecer: plática, Misa con sermón largo, conversación final. Las mañanas las dedicábamos a los enfermos.
Ayudábamos a limpiar las capillas que nos tocaba visitar: pedíamos la ayuda de las mujeres que lavaban los manteles y paños del culto. Restaurábamos los misales deteriorados, elegíamos los cantos del reciente cancionero «Gloria al Señor», preparábamos las lecturas para proclamarlas bien de modo que la gente pudiera entender las celebraciones con claridad, lustrábamos los bancos de antiguas maderas color caoba y tirábamos agua para evitar que se levantase el polvo del piso. Recuerdo que en una de las capillas encontré enmohecidas dos pequeñas vinajeras antiquísimas, que luego de limpiarlas con esmero resultaron de plata genuina y obras de artesanía cuzqueña. Mi amigo, que venía a menudo, se admiró del hallazgo y dijo:
«Ni se les ocurra llevar el tesoro del pueblo cristiano, lejos de sus auténticos dueños».
Después de quince días, los niños y los adultos habían sido preparados, poco según mi opinión. El obispo juzgó de otro modo avisó al pueblo que tal día y a tal hora serían las confesiones, primeras comuniones, confirmaciones y casamientos. Me advirtió de la decisión y que yo sería el responsable de todo, incluso de las anotaciones pertinentes. Así, ante mi sorpresa, me ví constituido en mis veintisiete años, ministro de la Confirmación, el sacramento del Espíritu Santo.
Salimos con un jeep blanco a recordar la hora. Como ya estaba finalizando la misión, quise yo también pasar junto a los quinchos convocando a niños y grandes. Así con mi voz fuerte invitaba: «Changos y changuitas, vengan esta tarde a las cinco». Los jóvenes salteños reían a carcajadas y los lugareños con astucia campesina también lo hacían. Hasta que Felix Briones me dijo: «Padre porteño, «changos» no tiene femenino: las nenas son simplemente niñas».
Cuando terminó la misión, el obispo nos vino a buscar para llevarnos a la capital. En un momento pasó un coche a gran velocidad. Pasado un rato, cuando estábamos por llegar a un puente monseñor dice: «Qué raro que no vimos mas a la gente del coche de Jujuy». Me admiraba la retentiva del varón eclesiástico.
Se detuvo junto al puente, bajó y nos hizo bajar. Se puso a revisar un zanjón profundo que había al costado del camino, hasta que de pronto se oyeron los quejidos que venían de debajo del puente. El coche jujeño había caído con sus ocupantes, algunos heridos de gravedad.
Monseñor nos hizo construir camillas improvisadas con troncos y frazadas, sacó los asientos de su camioneta y allí puso con mucho amor a los heridos. Se fue solo a Salta y nos dejó cuidando a os demás, en medio de la soledad. Así también nosotros fuimos «misionados».