
LOS PAQUETES
«Mira, mira: hay árboles amarillos». «Sí, sí – decían mis hermanos – son amarillos». «Chicos, son acacias en flor» intervenía papá. «Qué lindo, ¿no?» – confirmaba mamá. Un paseo por el campo uruguayo me trae a la memoria el recuerdo de mis padres.
Papá amaba el campo y el mar. Su modo de descansar del trabajo y de la ciudad era salir a cazar o a pescar. Tenía buenos amigos que organizaban, sobre todo en el invierno, las excursiones.
A mamá le agradaba el campo, aunque prefería quedarse por sus hijos. La suerte de tener a su hermana Elena, le permitía acompañar al «viejo» en sus salidos, cuando iban solos.
Como papá era un eximio cazador, el producto de sus salidas era enorme: perdices, liebres, zorros, martinetas. Era generoso y le encantaba que los vecinos participasen de su éxito.
Mamá y nosotros éramos los encargados de hacer el reparto por las casas. Esa distribución también se debía a que mamá tenía demasiado trabajo para dedicarse a pelar perdices o hacer el escabeche. Aunque tampoco faltaba eso en casa.
Mamá aprovechaba estas escapadas al campo para conocer las carencias de los peones de las estancias. Habitualmente vivían en ranchos pobres de quinchas marrón, y con una cuadrilla de hijos.
Así comenzaron a desaparecer las ropas de nuestros roperos de chicos de ciudad: tricotas verdes, pantalones azules y grises, camisas celestes y escocesas.
Mamá preparaba envoltorios para cada familia y aparecía junto al coche con sus «paquetitos», un momento antes de la partida. Eso obligaba a reacomodar los pertrechos de la cacería, que como buen varón, mi padre hacía protestando y preguntando: «¿Cómo no dijiste que ibas a embarcar tantas cajas?»
Aún me parece verlos: papá con sus bigotes negros y su atuendo de cazador, encantado de salir a la pampa; mamá con sus cabellos castaños, partidos al medio, enmarcando un rostro juvenil y sereno, con ojos destellantes, vestida con ropas azules tejidas por su propia mano de artesana. Salíamos de madrugada, si bien era julio, porque decía: «No hay que perderse la salida del sol. ¡Es hermoso!»
A los más chicos mamá nos llevaba con ella a visitar los ranchos. Tenía una dulzura especial para hablar con las mujeres de campo y se enteraba con una sola mirada de la situación de la casa.
Las mujeres nos convidaban con mate cocido humeante, dorados buñuelos crocantes con membrillo rosado, y ambrosía, un manjar de almíbar, huevos, leche y limón que se hacía en el campo hace tiempo y que hoy pocos recuerdan.
A mamá le regalaban unas ramas de retamas y de aromo, que dejaban un reguero de partículas amarillas, incluso en el hermoso Hudson verde de papá. Así aprendí a amar a la gente sencilla y a comprender la vida dura de los campesinos.
Cuando interrogábamos a mamá sobre ciertas ropas que faltaban en nuestros estantes y cajones, ella respondía: «No queremos roperos inmóviles. La ropa que no se mueve, está ociosa. Otros la necesitan».