EL CALÍZ
Se acercó una mujer ya entrada en años, cuya piel pálida tenía una frescura singular. Afuera, con hojas doradas y rojas cubría el otoño las calles del barrio. Soplaba el viento típico de los primeros días de aquel junio del ’63. Traía un paquete envuelto con papel turquesa como de un regalo. Sentí que algo importante estaba por ocurrir.
«Recibí esta herencia», dijo la dama con voz muy emocionada. «Para mi tiene tanto valor…», suspiró. «Aunque quizá no valga tanto como pienso», continuó.
«Usted lo conserva con mucho amor», adelanté con respeto.
«Sí, con mucho amor», respondió ella aliviada. «¡Véalas, padre! Son estas dos azucareras de plata que pertenecieron a mi familia durante décadas y que usamos por largos años. Quiero donarlas a la parroquia para que las aprovechen aquí. Yo soy una persona mayor y carezco de herederos que deseen utilizarlas. Es casi seguro que las venderían o terminarían en alguna casa de remate. Prefiero que queden al servicio de la Iglesia».
Llevé la donación a casa de Alfonso Tschenett, un orfebre suizo que vivía en Floresta, en la calle Goya. Hizo sonar el metal de las azucareras como si fuera un instrumento musical. Las tocó con cariño. La mirada experta de su rostro curtido, me confirmó que se trataba de plata auténtica. Le propuse: «Por qué no hace con estos dos recipientes un lindo cáliz para celebrar la Misa?». Se sonrió con una pizca de picardía.
Cuando estuvo listo, en la simple hermosura de las cosas nobles y los reflejos de la plata martelée como decía el callado artesano, presenté la copa a la comunidad reunida, sin mencionar a la donante según su deseo. Recuerdo ahora que, mostrando en alto el cáliz, indique que como las azucareras convertidas en cáliz, así sucedería con nosotros al terminar esta vida: Dios nos transformaría en personas de belleza sin igual.