CATANZARO MARITTIMA
De Síbari a Roma eran siete y ocho horas de viaje en tren. Había que hacer un alto en Catanzaro Maríttima para dejar el camino de costa adriática y llegar en ómnibus a la ciudad de Catanzaro. Llegamos a las 8.20 a la villa marítima y teníamos que volver a partir a las 9.30 para Roma. Calculé que tendría tiempo de celebrar Misa en la iglesia parroquial. Bajé del tren con aquel maletín marrón oscuro que me había regalado Carlos Cumarianos, y caminé presuroso hacia el templo atravesando la plaza de la pequeña ciudad. Catanzaro Marittima era alegre, con balcones llenos de geranios y gente por todas partes, porque ese día era de feria, precisamente junto a la plaza.
Tanto los que estaban en las ventanas, como los que caminaban las veredas, seguían con atención y murmullos mis pasos. Llegué a la iglesia y pregunté por el párroco. Unas señoras vestidas de riguroso negro me dijeron donde estaba la sacristía. Les expliqué que quería celebrar la Misa enseguida. Fueron a hablar con el sacristán, que vino veloz a mi encuentro y me llevó a revestirme. Yo supuse que ya había hablado con el párroco, le pedí que tocase las campanas para convocar a la gente que desease venir.
La Iglesia amplia y luminosa se llenó de gente. Me esmeré lo que pude en la celebración, e incluso improvisé una prédica entusiasta. Mi primer año de estudio en el instituto «Dante Alighieri» de Roma, estaba dando sus frutos. Hablaba en italiano con desenvoltura y gozaba de la lengua de mis antepasados, que me permitía transmitir el Evangelio a la gente. Los participantes estaban atentos y, a diferencia de otras experiencias en Italia, había profundo silencio y oración. Entre las oraciones universales pedí también por el párroco, a quien suponía alejado en otros menesteres parroquiales.
Cuando terminó la Misa, mientras estaba sacándome la casulla, me preguntaron si tomaba café o té. A los pocos minutos llegó alguien con té caliente y «cornetti», esas medialunas italianas doradas, suaves y tenues. Serían ya las 9.15. La gente se arremolinaba en la sacristía para darme la bienvenida. A mí me llamaba la atención tanta cortesía: imaginaba que los calabreses eran más amables a causa del clima mediterráneo.
Me preguntaron de dónde venía y les respondí que era argentino, estudiante en Roma, que había ido a visitar a la prima de mi abuelo en Francavilla Maríttima, y que volvía a Roma en el tren de las 9.30. Se hizo un silencio y el sacristán dijo: «Non scherzare chiaramente». Yo manifestaba mi gratitud y repetía que era argentino y no italiano. Ellos se empezaron a molestar. No entendía que sucedía.
Al fin, mientras caminaba rápidamente hacia el autobús que me llevaría a la ciudad de Catanzaro, me enteré del equívoco: el párroco había fallecido hacía cuatro días y estaban esperando al nuevo. Cuando me vieron a mí, oyeron las campanas, y me escucharon hablar en correcto italiano, pensaron que llegaba el sucesor.