
SÓLO HAY VIDA, EN COMUNIDAD
El campamento al pie de las montañas discurría sin grandes problemas, aunque cada chico quería que se hiciera su capricho.
Organizamos un fogón nocturno. Cada uno trajo un tronco para hacer la fogata común. Nos sentamos, a medida que terminaban los oficios, junto al fuego. Comenzó la charla y el canto.
Los leños crepitaban. Se veían rojos con llamas doradas y azules que se perdían en la noche. El calor del fuego nos ayudaba a ignorar el fresco que bajaba de la cordillera. La luz y el brillo que despedían las maderas al quemarse, iluminaban nuestros rostros.
En un momento de intuición, cuando aún podrían sacarse los troncos sin peligro, decidimos que cada uno sacase su tronco y nos buscáramos un lugar para estar solos y tranquilos, cada chico con su leño encendido para sí mismo.
Nos alejamos llevándonos nuestros propio fuego. Pronto se apagó el brillo del fueguito y cada cual experimentó la oscuridad y el frío, junto a un tronco que se enfriaba rápidamente.
Sin que nadie dijera nada, poco a poco, cada joven levantó su leño y lo fue trayendo al lugar del fuego grande. A medida que ellos llegaban, volvieron a encenderse las maderas, a crepitar, a calentar y a iluminar. Los rostros nuevamente brillaban y surgía un murmullo de las voces y las risas.
Jesús también reía y decía: «He venido para traer fuego y qué quiero sino que arda».