VISITA AL COTTOLENGO
Llegamos una tarde de otoño. Nos atendió el hermano director y entregamos ochocientos litros de alcohol para la enfermería, recolectados durante la Cuaresma.
Entonces el hermano dijo: «Les voy a presentar a un joven para que los acompañe durante su visita». Algunos de nosotros íbamos a visitar enfermos o a los habitantes del Cottolengo. Otros se quedaban en la puerta cerca de la Iglesia y los más jóvenes jugaban a la pelota en un hermoso campo que había a la entrada.
La persona que nos presentó el hermano era un varón de unos 28 a 30 años de edad, sentado en una silla de ruedas, que conducía con celeridad admirable y se manejaba como si tuviese piernas.
Mientras caminábamos por las veredas de los pabellones nos contaba la historia de su vida. Su parálisis se debía a lo que sucedió después de su nacimiento. Su madre lo había arrojado en un tacho de basura. La Providencia hizo que por allí pasara un sacerdote de Don Orione. Oyó los sollozos de la criatura recién nacida, se fijó, levantó al niño y lo llevó inmediatamente al hospital del Cottolengo. Allí lo cuidaron, lo amamantaron y lo hicieron vivir.
Lo más interesante es que al contar su vida, a él se le iluminaban os ojos. Nos dijo: «Ya he perdonado a mi madre. El Cottolengo es mi verdadero hogar. Quienes viven aquí son mis hermanos». Su cabellera ensortijada, su rostro un poco curtido por el sol, era sencillo y elocuente. El consideraba al sacerdote que lo había salvado como su padre y a cada uno prodigaba su sonrisa, su ayuda, su preocupación.
Era un servidor del Cottolengo. Tanto como cualquiera de los que allí trabajan por los internados, la mayoría con defectos genéticos. Dedicaba su vida la servicio de los demás en una especia de sacerdocio, porque el amor le había hecho superar las heridas del alma.