UN AVEMARÍA
En cierta ocasión fui a un hospital a visitar a un enfermo grave. Me encontré con un varón flaco y de tez oscura que no parecía estar tan delicado… Me había equivocado de sala y de cama. Entonces oré por unos instantes.
De pronto, el internado me habló con una voz tranquila y melodiosa que sonaba provinciana. Me dijo: «Padre, yo rezo cada noche un Avermaría como le prometí a mi mamá. Y ya que usted llegó hasta aquí, según parece despistado, quiero confesarme y recibir la comunión. Hace tanto tiempo que estoy alejado de los sacramentos y de la Iglesia».
Oí su confesión, le dí la absolución de sus pecados, le administré la Unción de los enfermos y también comulgó con intesta piedad.
Luego me fui a la sala donde estaba el enfermo para el cual yo había sido llamado, el que de veras agonizaba.Al otro día sonó el teléfono. Atendí pensando en el moribundo. Pero nuevamente me equivoqué.
El primer enfermo, el que yo había confesado, murió durante la noche de un ataque fulminante. Llamaban desde su casa.
La Virgen María había cumplido con él, por su fidelidad en invocarla cada día: «ruega por nosotros pecadores ahora, y en la hora de nuestra muerte», y en aquella oración de San Bernardo: «Acuérdate, oh piadosísima Virgen María, que ninguno de quienes han recurrido a tu protección e invocado tu auxilio haya sido abandonado de ti…»