JOSEFINA PIÑEIRO
Apenas inicié la devoción intensa a Jesús Misericordioso en la pequeña iglesia de Coghlan, empezó a venir una multitud los días 26 a la misa de las 3 de la tarde. Pronto divisé a una mujer rubicunda, que junto a un chiquilín, venía cada 26. Intuí que se trataba de una gallega, por que tenía las características de la gente de Galicia, como mi tía. Durante mucho tiempo observé su profunda piedad y como disfrutaba de esas misas especiales.
Así conocí a Josefina. Era baja, de mirada penetrante, con una decisión en su mente, de pocas palabras. Amaba a Jesucristo y trabajaba por la Iglesia con fervor y apasionamiento. Pertenecía a otra parroquia, y en ella animaba a las otras mujeres del «apostolado». Son las sillares de cada comunidad, conocen a la gente, visitan a los enfermos, están a disposición para la solidaridad anónima. No podría existir una comunidad cristiana auténtica sin este tipo de mujeres, dedicadas exclusivamente al Señor, sin deseos de poder. Así me hice amigo de Josefina y su familia.
Me ayudó mucho a difundir la devoción a Jesús Misericordioso en Saavedra. Nunca faltó a la cita de la «hora de la muerte de Jesús». Al recordarla ahora, honro en ella a tantas mujeres católicas de todo el mundo, que vibran al compás de la vida de la Iglesia: sufren con la Iglesia, cantan con la Iglesia, rezan con la Iglesia, llevan en su corazón a la Iglesia. No una Iglesia de libros, sino la comunidad cristiana viviente en la que Cristo se hace presente. Ellas, como Josefina en su momento, saben que les llegará la hora del dolor y confían en las promesas de Jesús. Josefina fue una «amiga de fierro», como dicen. Otro ángel que Dios me hizo conocer en aquellos tiempos duros para levantar el actual santuario, el primero en esta arquidiócesis en honor a Jesucristo.