HACIA LAS PIRÀMIDES
El Cairo era en 1966 una ciudad populosa y poco consonante con mi gusto. Entrar a ese Egipto concreto, me alejaba de la historia tantas veces aprendida y leída. Incluso no era tampoco el Egipto de las novelas de Agatha Christie.
Salimos para visitar museos (el arqueológico, pese al desorden, contenía piezas admirables), y también a visitar las pirámides.
En un determinado lugar nos hicieron subir a los camellos, aderezados con unas monturas grandes que no impedían el pesado movimiento de los animales. El camellero nos empujaba para subir.
Cuando llegamos frente a aquellas maravillas quise tomar una foto. Busqué en mi bolsillo trasero. Inútil. Había desaparecido la minúscula máquina que me había prestado Maria Aurora Ferrari.
Hice la denuncia en la estación policial de las Pirámides. Los camelleros hablaban a los gritos conmocionados. El robo es muy grave entre los musulmanes.
Cuando regresamos al hotel, fui directamente a mi cuarto y lo revisé de arriba a abajo. Nada. Bajé al comedor. En medio de la comida, el alto parlante me convoco por mi nombre a la recepción del hotel.
El gerente me entregó la maquinita y me dijo, mintiendo: «¡Una mucama acaba de encontrarla en su habitación!»