espiritu santo

Funciones y dones del Espíritu Santo

L

 

a solemnidad de Pentecostés representa la culminación de la obra de Cristo. El misterio divino-humano de su presencia en la tierra y de su misión se cumplió acabadamente en su sacrificio pascual: su muerte y resurrección. La efusión del Espíritu Santo que celebramos como fruto de la Pascua anticipa e inaugura la plenitud del Reino.

 

En las palabras de Jesús en la última cena se descubren las funciones del Espíritu: su presencia constante, su magisterio interior, su poderoso testimonio. El Espíritu Santo es llamado Paráclito; este término griego puede traducirse como aquel a quien llamamos para que venga y se quede a nuestro lado, el intercesor que comparece para ayudar y proteger, el abogado que nos asiste y asume nuestra defensa. Mientras estaba con los discípulos, Jesús mismo ejercía esa función; cuando haya partido otro Paráclito lo reemplazará: el Espíritu de la Verdad.

 

El Paráclito tiene también la misión de enseñar, de enseñar todo, de introducir en la Verdad total (Cf. Jn. 14, 26; 16, 12-15). Esta actividad la cumple en el seno de la comunidad cristiana, y siempre en referencia a la revelación de Jesús: introduce a la Iglesia en la plena comprensión de lo que Jesús ha revelado; suscita una memoria incesante, siempre actual; interpreta y prolonga la enseñanza de Jesús y guía a los cristianos para que no se desvíen de ella y para que la apliquen a la vida.

 

La tercera función del Espíritu Santo es el testimonio ante el mundo. La incredulidad, la oposición y el odio del mundo prolongan el proceso entablado contra Jesús en el sanedrín y en el pretorio. El Espíritu depone en favor de Jesús, acusa al mundo ante el tribunal de Dios y lo convence de error, de injusticia, de pecado; de este modo el Paráclito hace presente y efectivo el triunfo de Jesús sobre el diablo, príncipe de este mundo. La victoria se manifiesta en la constancia de los mártires. El Señor había anunciado el odio y la persecución del mundo como una ley inexorable, pero también aseguró la providencia paternal de Dios y la asistencia sobrenatural del Espíritu: cuando los entreguen, no se preocupen de cómo van a hablar o qué van a decir: lo que deban decir se les dará en ese momento, porque no serán ustedes los que hablarán, sino que el Espíritu de su Padre hablará en ustedes (Mt. 10, 19 s.). El Espíritu ejerce su testimonio inspirando y sosteniendo el testimonio de los cristianos, no sólo en los momentos de persecución cruenta, sino también ante las interpelaciones de una cultura anticristiana, cuando arrecia la presión moral y se hace sentir contra los fieles la indiferencia o la descalificación, cuando la propaganda del error y del mal se torna invasiva, universal. Entonces, más que nunca, los fieles deben apelar al Paráclito buscando en él sabiduría, convicción, coraje.

 

Las palabras con las que el Señor prometió la venida del Paráclito cobran todo su sentido y son comprendidas en profundidad cuando se las ve cumplidas. La experiencia que la Iglesia tiene de la acción del Espíritu se hace patente en el itinerario de los santos y se refleja en la descripción que de ese camino nos ofrecen los maestros espirituales. La vida cristiana es vida en el Espíritu; su desarrollo normal requiere un influjo creciente del mismo Espíritu, que se verifica según la medida de la dócil cooperación de cada uno. Esta cooperación implica una conciencia cada vez más alerta de la presencia y acción del dulce huésped del alma y un empeño decidido en secundarla; así se va creciendo y madurando hasta quedar totalmente bajo el régimen del Espíritu, actuando y obrando como “actuados” y “obrados” por él. Los santos llegan a tal grado de transformación que las más de las veces no proceden según su mero arbitrio, sino bajo la altísima moción y conducción del Espíritu, a la que se pliegan con total y fruitiva libertad. Ese estado es el que se indica como meta posible para todos los cristianos cuando se afirma la vocación universal a la santidad. Los primeros cristianos se llamaban santos, en cuanto consagrados por el Espíritu Santo; es el mismo Espíritu quien puede y desea llevar a plenitud esa consagración. A él, a su clemencia, a su guía paciente e infalible debemos encomendarnos; a él debemos pedirle una gracia de atención que nos despierte de nuestro letargo, de nuestra distracción, pedirle que nos conceda el fervor de la devoción y un vivo, encendido, deseo de Dios. Pedirlo siempre, porque Pentecostés, como la Pascua, como la Navidad, se renueva todos los días.

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