
EXTREMAUNCIÓN EN BOGOTÁ
Trabajar en la sede colombiana del Consejo Episcopal Latino americano me había alejado temporalmente del contacto con los fieles. Era tiempo de estudio teológico y pastoral, y de animación de los seminarios y ministerios de la Iglesia. Mi tiempo transcurría velozmente en cursos, encuentros y edición de libros. Añoraba el ministerio de contacto con el pueblo de Dios, si bien en cada ciudad que visitaba tenía la ocasión de conocer a los lugareños.
En Bogotá, después de varios intentos de su parte, quedé vinculado a unas familias argentinas, además de los amigos colombianos que había cultivado desde los días de 1968 en que participé del Congreso Eucarístico internacional de Bogotá presidido por Pablo VI y del primer encuentro judeo católico latinoamericano. Los chicos Eduardo, Iván, Germán y Gloria eran los intermediarios para conocer el pueblo y la cultura colombianos. El P. Iván Palacio Builes sigue aún siendo mi amigo entrañable.
Conocí a Augusto de manera circunstancial, cuando salía los domingos por la mañana a la carrera séptima con la bicicleta que me había enviado Roberto desde Buenos Aires. La avenida se convertía en una larga calle de 10 kilómetros para los ciclistas.
Un día se pinchó un neumático de mi bicicleta. En mi inexperiencia levanté la vista para ver cómo podía salir de ese problema. Un joven, flaco y de ojos inquietos, me ayudó. Desde ese momento, era 1984, salíamos bien temprano después de la Misa en la capilla del CELAM.
Cuando llegábamos a la calle décima (el kilómetro 1), solíamos tomar un rico jugo de naranja para retomar fuerzas. Nos hicimos amigos. Pertenecía a una familia humilde y se esforzaba por superarse, algo bastante difícil para los pobres en el ambiente colombiano.
Un domingo me dijo que su mamá estaba en cama. Yo no conocía la ciudad. Sólo conocía las calles de los alrededores. Dijo que vendría a buscarme a la tarde para que le administrase la Unción a la enferma. Pensaba que sólo se trataría de una enfermedad curable. Bogotá es una ciudad dividida en dos: el norte para la gente bien estante, y el sur para los pobres. Alguien nos llevó hacia el sur. Entramos en calles maltrechas y aguas que corrían. Poco me interesaba el aspecto de los barrios, preocupado más de mi encuentro con la mamá de Augusto. Estaba en una habitación humilde y despojada, pero pulcra. Apenas la ví, arropada en su manta rosada, me di cuenta que estaba muy grave, y que necesitaba la Extrema Unción.
Era una mujer de fe y me recibió como enviado de Jesús. Sintió el alivio del Espíritu Santo, que es fruto de este sacramento. Encomendé su alma a la misericordia de Dios con las mejores palabras que pude encontrar en mi corazón. Augusto con sus hermanos y hermanas estaban presentes, sumamente emocionados. Cuando volvimos, habló poco. Comprendí el enorme significado que le daban a mi visita de sacerdote extranjero a su madre moribunda. Rezamos por ella en el largo viaje de regreso al norte. Fue la única vez que administré la Unción en Bogotá, yo que estaba acostumbrado a ungir a cientos cada año. Di las gracias a Dios por usarme como instrumento. Pocos días después murió la buena cristiana.