COFRADES
Hace 50 años existía una Cofradía especial en Buenos Aires. Sus miembros recorrían las 127 parroquias entonces existentes para realizar un periplo anual que se llamaba «las Cuarenta horas». Se trataba de tres días de adoración a la Eucaristía, que se hacía en cada parroquia porteña. En aquel tiempo la Misa era a la mañana. Luego se exponía en la «custodia» el santísimo Sacramento, hasta la «bendición» que era hacia las siete u ocho de la tarde.
Los cofrades llegaban por sus propios medios. Era gente humilde que viajaba en colectivo y luego caminaba hasta las parroquias. Aparecían temprano y no se iban hasta la «bendición». Permanecían horas enteras de rodillas delante del Sacramento expuesto. Si la parroquia les permitía, comían algún sándwich en el patio, y usaban los excusados. Me parecían personajes sorprendentes: como era un adolescente y no sabía orar en serio, sentía admiración por cristianos que, separados de la iglesia, se dedicaban de la mañana a la tarde a cantar, rezar, permanecer en silencio y estar en adoración ante Jesucristo sacramentado. Eran muchos en «el centro» y en los barrios podrían ser cincuenta personas. El P. Blanco los respetaba. Desaprobaba nuestras risas juveniles ante algunas rarezas que veíamos en ellos.
Desaparecieron los cofrades. Quedaron en mi memoria: la fe y constancia los hacía viajar por toda la ciudad para adorar a nuestro Salvador. Esos ancianos altos o bajos, enjutos o gorditos -había también jóvenes- consiguieron más que los libros. Resultaron testigos vivientes de la presencia salvadora de Cristo en cada iglesia católica. Hoy hay 54 parroquias más y ya no existen las «cuarenta horas». Rindo mi homenaje a aquellos creyentes que jamás salían o entraban sin hacer una doble genuflexión inclinando sus cabezas. Ya estarán contemplando cara a cara a Aquel a quien tanto amaron en la tierra.