CESÁREO GIL
Había nacido en Galicia, de una familia numerosa y creyente. Vino como misionero a América Latina, siendo joven aún, y se estableció en Venezuela. Allí trabajó al estilo «gallego», bien duro y con poco descanso. Tenía un natural sociable y organizador, que le permitía llegar a donde otros no podían. Se dedicó a los «cursillos» y llegó a mover a miles de católicos en aquella república. Tenia cara de gallego, aire de gallego y alma venezolana.
Había sido formado en la austeridad de los operarios diocesanos. Se levantaba a las cinco de la mañana, y al poco rato ya estaba escribiendo, porque sabía que durante el día no podría tocar un papel. Publicó unas novelas sobre la vida real de la gente, con un éxito increíble. Hasta de las cárceles pedían sus libros. Para el día de las madres, inventó unos ejemplares preciosos, diferentes cada año, que se difundían por toda Venezuela. Su nombre era sinónimo de varón leal y profundo. Lo conocí en 1984 con ocasión de mis visitas a los seminarios mayores latinoamericanos. Quedamos amigos. Me ayudó mucho a organizar la primera asamblea vocacional venezolana.
A fines de 1986, sabiendo él que en marzo del 87 concluía yo mi servicio al CELAM, tuvo una larga conversación conmigo. De ella recuerdo unas palabras sabias que resultaron cumplidas en mi vida. Se refería a mi regreso a Buenos Aires: «Es impensable que te hagan empezar desde cero, porque nadie lo admitiría. El arzobispo Aramburu sabrá que eres una figura de orden internacional y de brillo, que no puedes ser crucificado. Pero… escúchame como amigo: en la Iglesia se conocen injusticias como estas muy a menudo».